En un antiguo molino del pueblo de Tlaltizapán, Zapata instala su cuartel general. Atrincherado en su región, lejos de los señores patilludos y las damas emplumadas, lejos de la gran ciudad vistosa y tramposa, el caudillo de Morelos liquida los latifundios. Nacionaliza los ingenios azucareros y las destilerías, sin pagar un centavo, y devuelve a las comunidades las tierras robadas a lo largo de los siglos. Renacen los pueblos libres, conciencia y memoria de las tradiciones indias, y con ellos renace la democracia local. Aquí no deciden los burócratas ni los generales: decide la comunidad discutiendo en asamblea. Queda prohibido vender tierra o alquilarla. Queda prohibida la codicia.
A la sombra de los laureles, en la plaza del pueblo, no sólo se habla de gallos, caballos y lluvias. El ejército de Zapata, liga de comunidades armadas, vela la tierra recobrada y aceita las armas y recarga viejos cartuchos de máuser y treinta-treinta.
Jóvenes técnicos están llegando a Morelos con sus trípodes y
otros raros instrumentos, para ayudar a la reforma agraria, Los campesinos
reciben con lluvias de flores a los ingenieros venidos de Cuernavaca; pero los
perros ladran a los jinetes mensajeros que galopan desde el norte
trayendo la atroz noticia de que el ejército de Pancho Villa está siendo
aniquilado.